El veganismo y yo

Yo sé que para alguién con las dimensiones de mis conflictos sobre el maltrato animal, debería ser una prioridad su propia dieta alimenticia, y así cuidarse de no convertirse, por gula, en parte de la causa de eso que tanto le atormenta.

Para mi, pues, la carne, hablando gastronómicamente, es objeto de gusto y repudio. No puedo negarme a un buen churrasco o un pedazo de salchichon cervecero con facilidad y de hecho, la mayoría de las veces, soy víctima de la tentación. De veras, procuro alejarme lo que más puedo y comer frutica, pero mi desarrollado olfato me lo impide y me arrastra hasta la empanada de carne que ni siquiera me hace ojos.

He batallado con el sentimiento toda mi vida y mientras la opción más lógica para cualquiera hubiera resultado en la "conversión" al veganismo o por lo menos en la alternativa vegetariana, yo no voy más allá del planteamiento, y ni siquiera puedo decir que he recaido, porque nunca he comenzado.

Además siempre he tenido esta idea, por demás absurda, de que una bandeja sin carne no sabe a nada y que la preparación debe ser complicadísima, si no se corre el riesgo de que el plato quede sabiendo a pasto. Y digamos que para efectos prácticos la carne cumple con su cometido, sabe y llena. Pero supongo que el veganismo realmente es una convicción y jamás cumpliría con las promesas facilistas de la moda; pues se requiere algo más que la simple curiosidad y el dudoso placer de la novedad, para invisibilizar el queso camembert y los huevos revueltos con cebolla y tomate, y sacarle el gusto al coliflor al vapor y las alubias hervidas.

Y mientras me como mi punta de anca y procuro no ver ni oir la muerte de Dosalbo (Danza con lobos) o pido los chorizos de Chopinar para llevar, (no puedo comer viéndole la cara al cerdito del letrero) seguiré mascullando mi hipocrecía gastronómica, evitando a cualquier costo probar la carne de buffalo o de avestruz, no vaya y me guste, e incremente mi carnivora culpabilidad.