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El martes también hace sol

Thursday, July 20, 2006

Dos solecitos


Ahora tengo un gato.
Me salté la etapa del helecho y ahora estoy midiendo mi grado de responsabilidad con alguien verdaderamente dependiente.
Le puse Elías y los ojos le brillan mucho. Tanto que a veces parece que estuviera a punto de largarse a llorar. Ojalá que fuera de felicidad o de gratitud, porque le veo esa carita chiquita, con esa naricita y las orejotas siempre en alto, y pienso: cómo pudieron meter a este bebe en una jaula y dejarlo todo el día aguantando frio y hambre en un local a la esquina de la Caracas?
A esa gente desalmada le deseé todas las pestes del mundo y tengo toda la intención de denunciarlos, pero aún así los traumas de este animalito de mes y medio no van a desaparecer por más que sellen todos esos cuchitriles.
Al principio nos temía horriblemente y no dudaba en sacar las garritas y enseñar las agujitas para tratar de "espantarnos". Se las ingenió para ubicar los rincones más remotos de la casa y usarlos como refugio nada más vernos. Caminaba por las sombras, pegado a las paredes. Una mímesis ingenua para alguien con rayas y pecho blanco, en un espacio de jugo de curuba.
Por supuesto la "caja" le era algo totalmente desconocido, así como los conceptos de aseo y hora de comer: se embuchaba con gana todo el plato de comida de un sólo jalón, y luego pasaba a desocupar el plato de Azrael, el otro hijo de esta casa.
Poco a poco ha aprendido a acicalarse y a vernos con más gusto. A ronronear, a buscar un regazo para ser contemplado y ahora mismo lo estoy viendo hurgando en la caja de arena!
Ya camina con más confianza, sin temor a ser emboscado por una mano maligna y utiliza los rincones sólo por juego.
Todo esto no hubiera sucedido en menos de una semana sin la ayuda de Azrael, ángel guardian-madre sustituta de este pobrecito huerfano destetado antes de lo conveniente por fines comerciales.
Ahora convertido en compiche de travesuras y descubrimientos, Azrael hizo uso del don de la infinita paciencia, para educar, consentir, vigilar y proteger a Elías en la dura etapa del acoplamiento, con tanto esmero que hasta ha permitido que le succionen las tetillas, le roben la comida y le interrumpan la siesta sin objetar el ímpetu infantil.
Yo por mi parte también he aprendido a tener el oido aguzado y perderle el asco a las cagadas en los cajones, a verlo a los ojos y sentirme necesitada y quedarme horas viéndolo enfrentarse a la pelota de caucho.
Se llama Elías y le brillan los ojos, como brilla mi casa con dos solecitos.